15 de marzo de 2012

2) Facebook: Facebook es una cosa tan grotescamente
absurda que casi me avergüenzo de haber escrito su nombre. Debería
llamarlo “El artefacto que no puede ser nombrado”, o “El patíbulo
infernal que habita en las pestilentes simas de la mente” o algo de
parecido tono Lovecraftiano. Los argumentos en su contra son casi
clichés urbanos, así que seré breve y se lo ilustraré con marcado tono
pedagógico: eso no es tener una “vida social”, en ninguno de
los significados etimológicos o prácticos de la expresión. Es, de hecho,
su perfecta negación: un sistema para ahorrarse el participar en
cualquier tipo de interacción con humanos y reducir el mínimo contacto
restante a su denominador común más banal, bobo, efímero y estéril. E
intrusivo, por añadidura: me han contado lo que significa “taguear” a
alguien en esa plataforma diabólica, y me resulta incomprensible que el
acto no esté castigado con cien zurriagazos al infractor en la plaza
pública. Ningún adulto de pelo en pecho que presuma de tener amor
propio, alma y dignidad debería estar perdiendo el tiempo con esos
livianos entretenimientos para púberes abúlicos y abuelitas demenciadas.
Vayan a un bar, hombre; vayan a un maldito bar.
3) Iphone: Me encantaría ciscarme en esto, pero ni
siquiera sé lo que es. Sólo lo conozco de vista: una suerte de
telesketch cosmonáutico en el que uno debe untar los dedos para masajear
mensajitos (en apariencia de suma importancia táctica para el
despliegue de nuestras tropas en el Pacífico), ver fotos más cursis que
una película de Sam Mendes y perder el tiempo de forma auténticamente
miserable. Una de sus aplicaciones más utilizadas, según he escuchado
decir en mi pabellón psiquiátrico, es precisamente la de Twitter: es
decir, conocer, minuto a minuto, los pensamientos indolentes de
cualquier pelanas mientras reflexiona, sentado en la taza del váter,
sobre la conveniencia de ir o no al callista aquella semana; o mientras
efectúa cualquier otra actividad sin ningún resultado ni ganancia
intelectual aparente, pues el desventurado que manosea un Iphone cuando
algo hermoso sucede a su alrededor está demasiado ocupado texteando
para gozarlo de veras. No me iré con chiquitas: para mí, hablar con
alguien que esgrime un Iphone es muy similar a tener una conversación
extenuante y de alto calibre con mi hijo menor. Uno trata de razonar con
un enano incapacitado de forma patológica para concentrarse,
reflexionar sistemáticamente o mantener su atención fija en un solo tema
durante un periodo razonable; alguien que, mientras usted le está
hablando de lo importante que es compartir los bienes o cagar en el
lugar adecuado, en realidad solo visualiza piruletas gigantes, jirafas
afónicas y barbapapás peludos. Háganse cargo: si yo sacara una baraja de
cartas y me pusiera a jugar al mus con inquietante cara de enajenado
justo cuando ustedes me están relatando algo crucial sobre la
prostatitis de su suegro, ¿Cómo se sentirían? Hagan el favor de
concentrarse, por Dios.
4) Blackberry: Mientras escribía esto, mi señora me ha alertado de que la Blackberry está ya passé.
Que los Iphoners miran a los Blackberriers con condescendencia y
arrogancia, como si los segundos fuesen personas aquejadas de un mal
antiguo, jorobados o gotosos o tuertos. Que no malgaste demasiado tiempo
–me dice- injuriando a un cachivache en vías de desaparición, y que
como no llene el lavavajillas de inmediato me vacía un ojo con una
cuchara. Vaya. Independientemente de lo anunciado de la defunción del
trasto en cuestión, y de las caras de babiecas que lucen nuestros seres
queridos cuando están manipulando uno, no me digan que no es trágico
esto del avance tecnológico desenfrenado. La humanidad ha escrito cartas
desde que emergió de la prehistoria (¡hace miles de años!), y sin
embargo hoy en día la duración aproximada de cada nuevo bártulo digital
es, siendo optimista, de media década. No me digan que no es para
echarse a llorar.
5) Blogs: Ni lo digan. Sé que tengo uno. Pero
también tengo el culo peludo y los incisivos en desorden, y no es algo
como para estar orgulloso ni irlo cantando desde las montañas,
precisamente. Voy a confesarles algo ignominioso: cuando uno escribe en
blogs, automáticamente escribe peor. El receptáculo condiciona
en tal medida el contenido que uno trabaja con menor respeto por la
palabra, con un esmero debilitado, con un trágico acercamiento
esto-ya-valdrá. Es así, y de nada serviría negarlo. Incluso esta
porquería que acabo de escribirles va a ser corregida solo un par de
veces y avall, lo admito. Por otra parte, un texto cuyo destino
es la página impresa pasa semanas y semanas sobre la mesa del despacho,
siendo revisado una y otra vez (sobre papel, además), podado aquí y
allá, adelgazado, y poco a poco se le va eliminando lo superfluo,
redundante, feo. Es un trabajo de amor (si me permiten ser un poco
presuntuoso). Escribir es una artesanía como cualquier otra; y asimismo,
cuando el continente resulta ser un blog, la artesanía se torna pegote,
chapuza, se lo arreglo con un cachito de cordel y algo de cinta
aislante, ni se lo voy a cobrar, señora. Es terrible, en efecto, pero no
parece tener solución. Un blog siempre será peor que un libro. Me da
igual que chillen.
6) Google: Podría haber dicho en el parágrafo 5 lo
que voy a soltar en un instante, pero me apetecía repartir
equitativamente mis cachetes. La pregunta “¿Google nos hace estúpidos?”
solo puede contestarse con un rotundo sí (o, si estaban ustedes
leyéndola en un Iphone, con un “¿Mandeeeeee?”). Recogiendo mensajes
fragmentados aquí y allá quizás nos aproximemos a algo parecido al
saber, pero será un saber incompleto, desconectado de ámbito y contexto.
Es como comparar la pastillas de astronauta sabor carne con un chuletón
gallego de existencia certificable, humeante y en plena hemorragia,
torturado con sal gorda: tal vez los nutrientes estén en ambos lados en
una cantidad similar, pero solo en uno el concepto “chuletón gallego” se
manifiesta en toda su exactitud, salubridad y esencia. Aún iría más
allá: el conocimiento recopilado exclusivamente por métodos virtuales
carece, en la mayoría de casos, de capacidad nutritiva. Son bocaditos,
tabletas de chocolate de máquina expendedora; alimentos que no dan la
talla en cuanto a tales, que no logran sustituir las cuatro comidas
recomendadas. Porque el conocimiento (y el alma para utilizarlo) no
pueden construirse a lo loco, con malos ingredientes y un robot de
cocina. Al final, tienes que leerte todos esos libros de forma pausada,
escuchar esos discos en la forma que fueron concebidos, de la misma
manera que tienes que esperar a que la cebolla esté dorada exactamente
como procede. Lo otro es como utilizar chuletas en un examen: les
ayudará a salir momentáneamente del apuro, pero no están aprendiendo
nada. Y ya ni les hablo de la cantidad e información errónea que
contiene “la internet”, porque les daría un soponcio.
7) Ebooks: No joroben, hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario