sábado, 6 de diciembre de 2008

A VUELTAS CON EL PASADO III





Esa mañana, jueves, Adam se quedó en la cama diez minutos más después de que sonara el despertador, imaginando qué cosa horrible iba a sucederle. Como es bien sabido, todos los problemas vienen en jueves porque es el día de la semana que marca el calendario como el más propicio para sentir melancolía. A veces la melancolía llega un día antes y no se va hasta el jueves, o llega el jueves y se queda más tiempo... lo que es seguro es que los jueves amanecen con un sol conflictivo y amenazante para todas las personas. Existen varias teorías referentes a este hecho constatado. Unas dicen que se debe a la proximidad del ansiado fin de semana, otros que al cansancio de los tres días anteriores, y un señor psicólogo cree que es la manera perfecta de intentar controlar lo negativo, asignándole unos días concretos. De cualquier modo, ese jueves Adam llegó a la conclusión de que algo malo estaba muy cerca, y estaba seguro porque escuchaba una voz de alarma en su cabeza que le erizaba los pelos y le encogía el estómago. Sara había salido muy temprano al trabajo, dejando en el lavamanos un rastro de pelos que Adam había estudiado con repulsión durante su visita matinal al baño. En la pantalla del ordenador una nota naranja chillón: Volveré tarde... esta noche voy a cenar con unos amigos... Te echaré de menos. Tengo ciento cincuenta y dos pestañas.

Los domingos por la tarde jugaban a contarse las pestañas. Uno elegía un ojo y decía un número aproximativo y el otro, lupa en mano, empezaba el recuento. Después de unos meses no era complicado acertar el número siempre y cuando fueran observadores en su convivencia por lo que anotaban las pestañas que habían visto en la almohada, o que habían caído en su mejilla o que habían rescatado de una muerte segura en el lagrimal.



Trabajó en sus proyectos sin obtener grandes resultados, desconcentrado y agobiado, especulando con la forma que tendría el problema de presentarse, si sería su jefe o su jefa, su madre llamando para anunciar que en la familia finalmente habían descubierto una enfermedad incurable genética, o un amigo traicionando su confianza, o un estúpido ladrón que quisiera robarle su cartera llena de telarañas a finales de mes, etc., etc.



Salió a la calle antes de su hora, sospechando del hombre que vigilaba las entradas y salidas tras la puerta giratoria. Echó a caminar decidido, las manos en los bolsillos del abrigo y la bufanda al estilo terrorista, introduciéndose entre el gentío. Paró en la tienda donde compró, tras largas disquisiciones, una docena de huevos, harina de trigo y rúcula para ensaladas. Dos veces miró la fecha de caducidad de los huevos antes de romperlos en la sartén, recelando del método seguido para determinar su frescura y dudando de que alguien observara tan de cerca a una gallina. Cada hora sentía el peligro más cerca y supo que, en esa ocasión, sería algo gordo, insalvable, algo de lo que no se podría proteger de ningún modo porque las cosas que se hacen esperar utilizan el tiempo para crecer desmesuradamente. Decidió aguardar. Fue al recibidor y se sentó en el baúl. Tenía frío. Buscó en el baúl una manta con la que taparse pero sólo encontró papeles y papeles, libros y libretas. Volvió a sentarse y adoptó la postura del descanso del guerrero, es decir, que intentó poner bien recta la espalda, dejó caer las manos en su regazo y buscó una expresión serena que cupiera en su cara.

Los segundos pasaban con cuentagotas a medida que las luces diurnas se apagaban. En la penumbra Adam afinaba el oído, convencido de que en algún momento unos pasos se acercarían al otro lado de la puerta y la sombra que acechaba le ganaría la partida definitiva. Silencio. El ruido del ascensor bajando. Silencio. Nada. Silencio. De pronto fue consciente. SILENCIO. Imposible. Se puso en pie, encendió la luz y miró a su alrededor con asombro. Nada. No estaban. Fue al dormitorio y se agachó despacio, esperando confirmar sus temores. No estaban. Incrédulo fue al comedor y movió el sofá. Tampoco. Tristeza. Vio a sus pelusas, en algún momento, quién sabe cuántos días atrás, haciendo las maletas, recogiendo sus cosillas y emigrando hacia algún lugar desconocido. Pensó que a ellas tampoco les gustaba este país y que, quizá, habían escuchado las historias que Sara explicaba del suyo y habían decidido democráticamente mudarse. Después rectificó este pensamiento funesto y decidió que estaban de vacaciones, sólo unos días, y que volverían tarde o temprano porque él no había percibido nada extraño en su comportamiento, aunque no las veía desde... desde ...

- ¿Qué haces en el suelo? -preguntó una Sara inesperada.
- Se han ido. Has sido tú. No les gusta la luz.



Discutir es complicado cuando una de las personas piensa de un modo poco racional, rayano a la locura.

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