domingo, 29 de julio de 2007

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Mi abuelo tenía dos hermanos, Pedro y José. Llamó así a sus hijos en su honor.

Del primero recuerdo su amabilidad física y sus palabras de ánimo. Era un señor educado que siempre sonreía a los demás. Cuando ya no trabajaba se encargaba de mis primos y, cuando estos ya empezaron a volar por sí mismos, iba a un hospital cada día a darle charla a su hermano José y al resto de pacientes. Una noche, en la playa, en la Línea, mientras cenábamos y hablábamos de libros me hizo prometerle que, si algún día escribía un libro, lo llamaría en su honor "La última cena". Nunca más volvimos a vernos. Cada verano tenía alguna excusa para no venir. Llamaba a casa todos los sábado por la noche. Poco antes de que muriera hablé con él después de mucho sin oírnos las voces y se acordaba del título y de la promesa.

De José sólo tengo una imagen propia. Nos lo encontramos en una plaza, sentado al sol, mirando el cielo, como cualquier vejete. De sus vacaciones en Cádiz mi abuelo siempre me traía un montón de historias, una jartá de chistes malos de un duro y trampillas artesanales para cazar pájaros. Esas trampillas minúsculas -algunas no superaban el tamaño de las yemas de mis dedos- las hacía con paciencia y arte José, ciego, sin causa conocida, desde joven. Vivió siempre con mi bisabuela en la finca de la familia hasta que ella murió y el ayuntamiento decidió contruir viviendas allí. Conocía la evolución de las cosas de boca de mi abuelo y su hermano.

Aquel día, en la plaza, mi hermana y yo nos acercamos a darle dos besos con algo de reticencia. Estaba serio y no hablaba. Mi padre, acostumbrado a la sordera de mi abuelo, gritaba todavía más de lo normal como si así pudiera hacer que el hombre le reconociera. En algún momento le cogí del brazo y caminamos juntos hasta un banco. "Eres como me imaginaba, como tu abuelo me había contado, guapa y buena... Y lista... tú sí que has visto que soy un viejo y estoy cansado de estar de pie.. eh?".

Una noche, al par de años, mi abuelo nos anunció que se iba a Cádiz con urgencia. José se había levantado de la cama a medianoche y había ido al lavabo a refrescarse. Se lavó la cara con algo, misterio químico, que le produjo un escozor y unos picores horribles. Cuando se levantó veía. Mi abuelo nunca nos dio muchos detalles de aquella reunión inesperada.

Tener los ojos cerrados y mucho por imaginar. Abrirlos y darle forma a los sueños más reales. Sólo se trata de un ejercicio contra el calor y la amenaza de convertirse en charco en cualquier calle de la ciudad. Mover la neurona te hace sudar menos que empuñar el palo de una escoba, aunque la historia sea tan verídica como el polvo.

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