jueves, 2 de julio de 2009

BOBBY FISCHER

Esa misma tarde le escribió una carta a su querido Bobby Fischer. Por supuesto, no conocía personalmente al enloquecido campeón de ajedrez que se escondía en su exilio islandés, y del que nadie sabía apenas nada desde hacía décadas, más allá de su absurdo conflicto con el Departamento de Estado norteamericano y su evidente deseo de desaparecer del mundo y seguramente del espectro de sí mismo.




"Querido señor Fischer:



Enfrentado como estoy a un problema irresoluble, a varios problemas irresolubles, habría que decir, de los cuales y no el menor, es esta insensata preocupación por corregir traducciones ajenas, y aquí, si no se ha enfrentado a esta tarea y si no ha leído a Blake, debería añadir que no es en absoluto una tarea menor, y confiando en su destreza para imaginar soluciones dentro de conflictos marcados visceralmente por la naturaleza de las piezas en juego y la imposibilidad de alterar dicha naturaleza, que es la causa misma de las posiciones que dichas piezas ocupan dentro del conflicto, y en fin profundamente desolado por su situación y por la mía, me permito escribirle estas líneas, que seguramente no le harán a usted ningún bien, ni a mí tampoco.

Ni que decir tiene que esta carta no espera respuesta y tal vez ni siquiera espera, ni precisa, ser leída, ni es tampoco un mensaje en la botella, ni un grito de auxilio, ni el resultado de mi frustración. Puede que sea, es más, es con toda certeza, una acción, y podría decirse que una acción positiva, tanto en cuanto no requiere de usted más que su presencia imaginaria y de mí, un marco adecuado para la reflexión. Dicho lo cual, y por si acaso, le deseo lo mejor en esas tierras islandesas, extrañas pero seguramente hermosas.




De los juegos que sobreviven dentro de los límites de madera sabe usted más que yo, evidentemente, de los juegos que desbordan dichos límites, me atrevo a imaginar que desconocemos ambos casi todo, y sin embargo no deberían ser tan distintos. ¿O sí? Al fin y al cabo, fuera de ese marco no hay más que piezas que responden a su propia naturaleza en la dirección de todos y cada uno de sus movimientos y que no pueden soñar más que con posiciones previamente marcadas. Siendo más claro, verá usted, señor Fischer, mi vida se ha puesto muy cuesta arriba, y sé que no es culpa suya, de la vida, ni suya de usted, ni siquiera mía, porque se mueve cada uno en la dirección natural de las posiciones marcadas, y en la íntima exigencia de su propia naturaleza. Y de nada sirve gritarle a la torre, ¡no me vengas tan de cara!, o acusar al alfil de ladino, ni reírse de la ridícula arrogancia del caballo, que va como de lado sin ir de lado del todo, como ve usted mis conocimientos del juego que usted practica son casi nulos, de nada sirve, permítame continuar que ya acabo, imaginar un juego distinto ni la claudicación de una sola de las inercias naturales del conflicto, tampoco estoy dispuesto a regalarle ni a usted ni a nadie ninguna de las piezas que me quedan por más que no tenga la menor idea de qué demonios hacer con ellas. Y entenderá usted, supongo, siendo un campeón de ajedrez, el campeón de ajedrez más grande del mundo, por lo que yo soy capaz de descifrar del alcance de sus habilidades, que mi rey es tan bueno como el suyo, y entenderá también que no le ceda ni a usted ni a nadie ni uno solo de mis peones. Así que no queda más que vislumbrar no ya una solución, sino un modelo de resistencia que sea factible, y que como tal no ingnore ninguna de las posiciones. He aquí que me enfrento a lo que he dado en llamar el problema legendario de mi propia existencia, que depende tanto de la teoría hegeliana, somos historia más memoria, como de las ensoñaciones whitmanianas, somos libertad y espíritu, porque, sea como sea, las posiciones de la memoria, y las del espíritu, son las posiciones posibles, y cabría decir prefijadas, y no existe más que el límite del juego y el juego mismo. Y la fe, querido Bobby, y permítame la arrogancia de llamarle así, señor Fischer, mueve montañas, pero son las montañas que están y se mueven entre los límites de la posibilidad, incluidas claro las posibilidades de la fe, y nunca fuera de ellos.

Y en un par de meses, y con esto le dejo, se termina el verano, y vuelven mis hijas, y vence la hipoteca, y para qué le voy a contar más. Si acaso añadir que quería mucho a una mujer que ya no me quiere, y que era bastante guapa, y la verdad, Bobby, sepa uno o no de ajedrez, eso duele. Y además me temo que la quiero aún con toda el alma y no sé, honestamente, si podré amar de nuevo. Aunque a menudo me invento un amor colosal que no es sino la mudanza de los muebles del amor ya perdido.

Cada uno será grande en relación con aquello con lo que batalló, decía Kierkegaard, vea usted que admiro, por tanto, mucho más su grandeza que la mía, pero no me niegue usted mi parcela de grandeza, que sigo hablando de amor cuando ya nadie me escucha."



Guardó la carta en un sobre y la dejó junto a la puerta como si de veras tuviera intención de mandarla. Se alejó dos pasos y regresó a por ella, sacó la carta del sobre, se sentó y siguió escribiendo.



"Y ahora bien, ¿de qué se me acusa, al fin y al cabo? ¿Acaso no amé con la naturaleza que me fue dada, y puede que incluso por encima de mis posibilidades, tensando cada vez el arco de mis propios intereses? ¿Acaso no desprecié siempre la tierra conquistada para adentrarme una y otra vez en el bosque de mi derrota? Donde sabía, porque lo sabía, porque hasta me lo había avisado mi madre, que me iban a dar, pero bien. Que así lo decía ella, ni más ni menos, mi madre, que es muy salada. Me decía, tú sigue así, hijo, que te van a dar, pero bien. Y vaya si me han dado, señor Fischer, y perdóneme el haberle llamado Bobby hace un segundo, que tiene usted toda la razón al pensar que tales confianzas no vienen al caso. Pero permítame que le exija, tal vez exigir no es la palabra más adecuada, pero se lo exijo igualmente, que no me interrumpa justo ahora, que ya termino. De qué me arrepiento, señor Fischer, y qué se me exige, y por qué este sufrir, así, tanto y para nada. Y qué derecho tiene usted a juzgarme, usted precisamente que ha sido tan injustamente juzgado."



Después arrugó la carta en un último arrebato de ira y la guardó en el bolsillo.

Buscó en los cajones desordenados, llenos de facturas y clavos y pilas gastadas, hasta que dio con los post-it. Despegó uno y escribió:


"Señor Fischer, ocúpese usted de su vida que yo me ocupo de la mía. Por lo demás, le deseo lo mejor."



Esa misma noche quedó a cenar con unos amigos. Se había condenado a esta vida de castigo en la que apenas si veía a nadie, avergonzado como estaba de su condición, por más que no supiera cuál era su condición exactamente.



Al calor del vino y una buena cena y la conversación ligera y achispada de sus viejos camaradas, la vida le pareció de pronto insoportable.
El aire le fataba, la comida le produjo náuseas, y no fue hasta que improvisó suficientes excusas y se vio por fin en la calle, y pronunció el nombre de su amada ya perdida, que comenzó a sentirse de nuevo en tierra firme.


[....]



Algún día no le quedaría más remedio que ser un animal muy distinto.

Cuando quiso darse cuenta era el último invitado.

Es bien sabido que el último en abandonar la fiesta es siempre el intruso.





Ray Loriga, "Ya sólo habla de amor", Ed. Alfaguara.

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