martes, 15 de septiembre de 2009

EN BERLÍN

He estado en Berlín toda la tarde. La gente allí es agradable. Dos tipos me acompañan a la mesa. Charlamos un poco de todo, interrumpiéndonos, traduciéndonos, entendiéndonos. Orígenes ruso y turco... -¿y yo de dónde vengo?- Son como un matrimonio, se discuten porque el uno se fue sin avisar y el otro se quedó esperando, aunque el primero dice que sí avisó, pero reconoce que de manera poco convincente, y el otro dice que desapareció por un asunto de faldas. Se pican pero no llegan a enfadarse. Llega un punto en que los dos intentan convencerme de su versión y yo no tengo otro remedio que juzgar -como siempre, claro, según mi punto de vista, que ni es poco ni es mucho ni es lo más ni lo menos, sólo es el mío y para quien lo quiera considerar-.

Buscamos bicileta, eso es lo que nos ha unido. Hemos recorrido medio barrio de Gracia preguntando a la gente si conocían alguna tienda donde pudiéramos comprar bicis de segunda mano a buen precio. Parece que los caminos que compartes unen casi más que los momentos de descanso. Cada uno imagina su futuro de una manera bien distinta, lo que está claro es que los tres estamos en el mismo punto del camino, por lo menos en el presente, y nos entendemos bien, estamos los tres muy animados, con ganas, con el punto de vista centrado en un objetivo no muy divergente. Hay cierto encanto en la escena, cada cual dice lo que cree oportuno, se moja los tobillos o se zambulle en la confianza... y es raro que todo sea tan fácil, tan adecuado. Pero es. Y eso es lo bueno. No los conozco tanto como para desconfiar, todas las historias que me cuentan las escucho por primera vez, creo en sus deseos, tengo esperanza en que los consigan, estoy casi segura de que tienen fuerza para hacerlo. Y a ellos, creo, les pasa lo mismo conmigo.


Lo curioso es que se contagia tanto buen rollo, te dan ganas de hacer lo que más miedo te daba sólo porque ahora sí que tienes la energía suficiente, aunque parte de ella sea prestada. Yo me arranco con comprarme una bici y nadie sale despavorido. Claro que nadie sabe de mi torpeza ni de mi fobia. Tienen confianza ciega, no incondicional, y eso ya me basta, ya me hace más fuerte. Si ignoran mis defectos, si no me tratan como a una inferior, si pasan de mis neuras como yo paso de las suyas, de sus cabreos, de sus rayadas, quitándoles hierro, aligerando el peso en sus conciencias, riéndome en su puta cara sin malicia, provocándome a tirar del carro, a crecerme -que no a sobrarme-,... Soy fácil de contentar. Si me das la mano yo me imagino que es el brazo entero y contenta palante, hasta donde sea.


Quizá se trata de eso: uno tiene X fuerza y otro u otros la complementan y la hacen enorme, tanto que a todos les salpica lo bueno, tanto que no importa de dónde vienen ni lo maduros que son, ni las experiencias que arrastran, ni nada... Lo que es, es, y lo que no, no vale la pena.

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