jueves, 29 de mayo de 2014

Aviones plateados / Tormenta wins




Hace muchos años, cuando algún amigo venía a visitarme a El Prat, contaba -reloj en mano- el tiempo que pasaba hasta que el colega soltaba algún comentario sobre el ruido de los aviones o el famoso pestuzo de mi pueblo. En aquel entonces estaba convencida de que los potablava teníamos como características comunes la sordera y la anosmia.

Recuerdo perfectamente a mi abuela Ana preparándome el desayuno con unas ojeras terribles después de otra noche más en vela, a mis colegas tapándose las napias y cerrando las ventanillas del 65 conforme pasábamos el río Llobregat, al yayo saliendo de la cabezadita de después de comer maldiciendo puño en alto la estela de un avión... y mi cara de horror bajando del bus en la Plaza España por el ruido ensordecedor del tráfico y por el olor insoportablemente denso y cargado de motos, bípedos y cámaras poseídas por turistas bañados en protector solar.

Al principio de vivir en Barcelona capital me daba muy mal rollo tanto silencio por la noche. Vivía en una calle con poquísimo tráfico, algunos grillitos novatos y muchos árboles llenos de pardales madrugadores... tuve que mudarme, no me quedó otra opción, y acabé en Plaza Cataluña, un lugar bastante transitado, donde podía dormisquear gracias al ruido casi constante de mis compañeros de piso, de los chicos de las asambleas, del gentío de las aficiones futboleras y de los autobuses que salían de y llegaban a la parada justo frente a mi portal en procesión constante. Aún así, era como comparar plátanos con kiwis... frutas, sí, pero... nah, diferentes.

No añoro las turbinas pero un poco sí el olor del barrio. Hoy me he dado cuenta de que el jengibre gana al ajo por goleada en esta zona, quizá porque el perejil se regala bajo mano, como de contrabando, en los mercados. La Plaza Tetuán tiene tráfico, árboles poblados de loros apalomados y plantas abonadas suficientes como para que se mitigue la morriña pratense ocasional.

Anoche, con un tormentón del quince, electricidad pura, trueno tras trueno, rocé el estado catatónico al que me llevaban los rebufos de mi padre años atrás. He dormido casi tan bien como mi Niño-Búho -como imagino que lo hace él cuando no trata de fugarse de su habitación- y me he levantado lozana, activa y descansada como si tuviera diez años menos. Lo que no he encontrado en esta década son unos ronquidos tan buenos como los de mi padre. Mmmmm...mmmm... unos ronquidos potentes, eso sí que lo echo de menos.







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