martes, 30 de marzo de 2010

LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE

" Al lado del ropero que ciega la puerta que daría acceso al pasillo hay un sillón donde la muerte fue a sentarse. No lo había decidido antes, pero se sentó allí, en aquella esquina, quizá por haberse acordado del frío que a esta hora hace en la sala subterránea de los archivos. Tiene los ojos a la altura de la cabeza del hombre, le distingue el perfil nítidamente dibujado sobre el fondo de la vaga luminosidad naranja que entra por la ventana y se repite a sí misma que no tiene ningún motivo razonable para seguir allí, pero inmediatamente argumenta que sí, que tiene un motivo, y fuerte, porque ésta es la única casa de la ciudad, del país, del mundo entero, en que existe una persona que está infringiendo la más severa de las leyes de la naturaleza, esa que tanto impone la vida como la muerte, que no te preguntó si querías vivir, que no te prenguntará si quieres morir. Este hombre está muerto, pensó, todo aquel que tenga que morir joven ya viene muerto de antes, sólo necestia que yo le dé un toque leve con el pulgar o que le mande la carta color violeta que no podrá rechazar. Este hombre no está muerto, pensó, despertará dentro de pocas horas, se levantará como todos los otros días, abrirá la puerta del patio para que el perro se libere de lo que le sobra en el cuerpo, tomará su desayuno, entrará en el cuarto de baño de donde saldrá aliviado, limpio, afeitado, tal vez vaya a la calle con el perro para comprar juntos el periódico en el quiosco de la esquina, tal vez se siente ante el atril y toque una vez más las tres piezas de schumann, tal vez después piense en la muerte como tienen obligación de hacer todos los humanos, aunque él no sepa que en este momento es como si fuera inmortal porque esta muerte que lo mira no sabe cómo ha de matarlo. El hombre cambió de postura, dio la espalda al armario que condenaba la puerta y dejó caer el brazo derecho hacia el lado del perro. Un minuto después estaba despierto. Tenía sed. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, se levantó, metió los pies en las zapatillas que, como siempre, estaban debajo de la cabeza del perro, y fue a la cocina. La muerte lo siguió. El hombre echó agua en un vaso y bebió. El perro apareció en ese momento, mató la sed en recipiente de al lado de la puerta que da al patio y luego levantó la cabeza hacia el dueño. Quieres salir, claro, dijo el violonchelista. Abrió la puerta y esperó que el animal volviera. En el vaso había quedado un poco de agua. La muerte la miró, hizo un esfuero para imaginar qué sería la sed, pero no lo consiguió. Tampoco lo consiguió cuando tuvo que matar de sed en el desierto, pero entonces ni siquiera lo había intentado. El animal ya regresaba, moviendo el rabo. Vamos a dormir, dijo el hombre. Volvieron a la habitación, el perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se echó enroscado. El hombre se tapó hasta el cuello, tosió dos veces y poco después entró en el sueño. Sentada en su esquina, la muerte lo miraba. Mucho más tarde, el perro se levantó de la alfombra y se subió al sillón. Por primera vez en su vida la muerte supo lo que era tener un perro en el regazo."


"Las intermitencias de la muerte" José Saramago, pág. 200
202, Ed. Alfaguara,2005. Regalo de Javi el mismo año de su publicación.

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