martes, 3 de febrero de 2009

EL HERMANO TONTO


Es un ancianito. 16 x 7... El domingo lo bajé en brazos por las escaleras y lo llevé hasta el huerto (familiar, se entiende, nada porno por estos lares). Vi, a solas, cómo se quedaba dormido en su cama a los pies de mi padre y acompañé su sueño abuelesco con recuerdos comunes.

Cuando llegó me cabía en la mano. Lo olí nada más abrir la puerta de casa, a pesar de mi nariz repleta de mocos por el disgusto que me había dado mi progenitor al decirme que, finalmente, habían decidido no adoptar al perro del que me había hablado tanto. Un mes ante mi padre hizo uno de sus monólogos durante la cena. En el bar en el que comí había visto a un chucho diminuto y con muy mala folla que debería estar mamando y, sin embargo, engullía chicharrones, kikos y almendras como si levantara tres palmos del suelo. Empezó a regentar el local también para el desayuno y los días en que no hacía referencias al can le preguntábamos nosotras.

El ocho de marzo de hace ya dieciséis años era sábado y veníamos de tomar el vermú al solete. En casa, el olor a cachorro me pareció una trampa provocada por mi ansia frustrada así que fui al lavabo a lavarme la cara y renegar de mi sangre traicionera. Allí estaba, en una caja de cartón, sentado, con la frente arrugada, mirándome con desgana.

No le gustaba estar en brazos -ahora acepta barco-, a la que podía saltaba al vacío y se metía debajo de la mesa dándonos la espalda y enseñándonos las encías si acercábamos la mano. Hasta su primer invierno llevó una vida de perros: vivía en el balcón, sólo tenía acceso a la casa durante las horas de sol y seguía casi un régimen militar... y el casi porque cada uno se saltaba las reglas a su manera. Mi padre, cómo no, le daba de vez en cuando una copita de anís, o el hueso de una pata de jamón más grande que él mismo, o ataba un trozo de carne a un hilito y lo mareaba, o le dejaba comer literalmente los restos de arroz y tropezones dentro de una paellera para 32. Mi hermana y yo nos lo llevábamos a la habitación y tratábamos de adiestrarlo con la táctica de la chuche. Mi madre se lo llevaba a la cocina y lo usaba de kit de limpieza; todo lo que caía desaparecía en su estómago inmediatamente. Por eso no funcionaba mi táctica. En invierno, con el frío, pasó a la cocina y, monería tras monería, perrería tras perrería, se adueñó del comedor y del resto de la vivienda según le apetecía.

El primer sustillo nos lo dio a los dos años. Se lanzó montaña abajo a lo kamikaze tras un pedazo de chorizo que mi padre le había tirado ("así hace deporte") y se rompió un dedo o como se llame lo suyo. Fue la primera vez que fuimos conscientes de que ya no era de goma, ya no era un cachorro.

Con el cólico del pater se pasó tres días a su lado y ni siquiera quería salir a la calle; lo mismo cada vez que uno de nosotros estaba enfermo o, simplemente, bajo. Odiaba los petardos hasta el año pasado, que se quedó casi sordo y, por fin, pudo pasar un San Juan fuera de su refugio, la bañera. Incluso ahora la única palabra que "escucha" es TOMA, aunque ya casi no ve lo que le ofreces, aunque ya no quiera comer. Qué pena la memoria selectiva. El primer gran susto ha sido hoy. Ojalá no haya más.

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