"Actualmente ya no vivo en Pekín ni tengo caballo. He sustituido Pekín por el papel y el caballo por la tinta. Mi heroísmo se ha vuelta subterráneo.
Siempre fui consciente de que la edad adulta no contaba: a partir de la pubertad, la existencia es sólo un epílogo.
En Pekín, mi vida tenía una importancia capital. La humanidad me necesitaba.
De hecho, era explorador y estábamos en guerra.
Nuestro ejército había hallado una nueva forma de agresión contra el enemigo.
Todas las mañanas, las autoridades chinas acudían a entregar yogures naturales a los habitantes del gueto. Depositaban ante la puerta de cada apartamente una pequeña caja de yogures individuales, envasados en recipientes de vidrio tapados con un insignificante papel. El blanco y lácteo producto estaba coronado por una capa de cuajo amarillento.
Al alba, un comando de soldados varones acudía ante las puertas de los apartamentos germanoorientales, levantaba las tapas, engullía la capa de cuajo y la sustituían por una dosis equivalente de un líquido de idéntico color abastecido por su organismo. Luego volvían a poner las tapas, se marchaban con la música a otra parte y si te he visto, no me acuerdo.
Nunca supimos si nuestras víctimas tomaban sus yogures. Todo induce a pensar que sí, ya que no hubo ninguna queja. Aquellos productos lácteos chinos eran tan ácidos que algunos sabores extraños podían pasar perfectamente desapercibidos.
La ignominia de la maniobra nos hacía eructar de éxtasis. Nos repetíamos cuán inmundos éramos. Era grandioso.
Los niños de Alemania del Este eran contundentes, valientes y fuertes. También disfrutaban moliéndonos a palos. Pero aquel tipo de hostilidades nos parecía ridículo comparado con nuestros crímenes.
Nosotros éramos unos cabrones de mucho cuidado. La suma de músculos de nuestro ejército era ridícula comparada con la del ejército enemigo, aunque ellos eran menos, pero nosotros éramos peores.
Cuando uno de nosotros caía en manos de los alemanes orientales, era puesto en libertad una hora más tarde, cubierto de chichones y moratones.
Cuando se producía el proceso inverso, en cambio, el enemigo se enteraba de lo que valía un peine."
"El sabotaje amoroso", Amélie Nothomb, pág. 33, 34, 35. Editorial Anagrama.
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