domingo, 25 de abril de 2010

LA AMANTE DE BOLZANO

- [...] Escúchame, Giacomo, tú te has fugado de la prisión, y se dice que conoces el secreto de los corazones de los enamorados. ¡Mírame a mí! ¿Tengo el aspecto de una mujer que mendiga para obtener el amor de los hombres? ¿Quién se preocupa de mantener la casa en orden? ¿Quién va a los prados y a los campos en julio para vigilar la cosecha? ¿Quién compra muebles nuevos en Florencia cuando hay que mostrar al mundo el boato y el rango de la casa? ¿Quién se ocupa de los caballos y los aparejos? ¿Quién remienda los calcetines y los calzoncillos del refinado señor?¿Quién cuida de que haya flores en la mesa todos los días? ¿Quién logra que vayan los músicos en su cumpleaños a tocarle sus canciones preferidas? ¿Quién lava la ropa todos los días con agua fría?[...]¿Quién aguanta todo, quién trabaja, quién calla? Mírame, Giacomo. Se dice que tú eres un verdadero maestro en asuntos de mujeres y que conoces los remedios para el amor. Mírame bien: he parido dos hijos y he abortado otros tres, por más que le haya rezado noches enteras a la Virgen para no perderlos. Mírame bien: el tiempo ha pasado por encima de mí, ya lo sé; hay otras, más jóvenes, que ponen caras más agradables y que mueven las caderas con más gracia. Pero dime, tal cual estoy, ¿soy una mujer a quien haya que rechazarle un beso? ¡Mírame bien! -gritó la mujer con su voz ronca y fuerte, y abrió del todo su abrigo de piel.

Llevaba un vestido morado y un pañuelo de encaje de Venecia sobre la cabellera, castaña y tupida; un broche de oro decoraba su vestido a la altura de sus senos, maduros pero atractivos y proporcionados. Era alta y musculosa, nada gruesa, dura de carne y vigorosa de sangre, una mujer de cuarenta y tantos años, de brazos blancos y fuertes; allí estaba, delante de él, con la cabeza echada hacia atrás con todo su orgullo. Él se inclinó ante su figura con la cortesía y respeto propios de un caballero. El rostro hermoso, maduro e inteligente de la mujer se ruborizó por el gesto.


- No me halagues -dijo en voz baja, un tanto confusa-. No he venido hasta Bolzano desde la finca, bajo la nieve, para recibir los halagos de un desconocido. No necesito consuelo. Sé lo que sé. Soy una mujer, siento el deseo sincero en la mirada descarada e irrespetuosa de algunos hombres, y la pasión prudente en la mirada tímida de otros. Sé que me quedan algunos años para poder darle una felicidad completa al hombre que me ame -añadió en voz mucho más baja, temblorosa, y volvió a cerrar el abrigo sobre su pecho con ademán de embarazo-. ¿Por qué entonces no me han salido bien las cosas por más empeño que haya puesto en ellas? -preguntó, igual de bajo, tragando saliva como si estuviera aguantando las lágrimas. Hablaba con humildad, sin rastro alguno en la voz del orgullo típico de los hombres y las mujeres de la Toscana-. ¿Qué más tendría que haber hecho? Se lo he dado todo, todo lo que una mujer puede darle a un hombre: pasión y paciencia, hijos y aventuras, calma y seguridad, ternura y despreocupación. Tú que, según se dice, sabes del amor como los joyeros del oro y de la plata, examina mi corazón, juzga y ofréceme consejo. ¿Qué más tendría que haber hecho? Me he humillado, Giacomo, he sido amante y cómplice de mi marido, he comprendido que existieran otras mujeres para él, porque así es su naturaleza, aunque sabía que en secreto lo atraía yo, y sabía que, al venir a mí, huía del mundo, de sus pasiones, de sus aventuras, porque es cobarde, porque ya no es joven, porque los perros de la muerte lo están acechando ya, y a veces hasta he esperado y deseado que le llegue la vejez para que sea mío y sólo mío, achacoso por la gota, para cuidarlo y ponerle cataplasmas en los pies deformados... Sí, he esperado y deseado la vejez y la enfermedad, que la Virgen me perdone y que Dios no lo considere un pecado. Se lo he dado todo. Respóndeme si es que sabes responder: ¿qué más tendría que haberle dado?


Susurró la pregunta con voz llorosa y suplicante. El hombre reflexionó. De pie frente a la mujer, con los brazos cruzados, le respondió con cortesía pero de manera inapelable, como si dictara una sentencia:

- La felicidad, signora.

La mujer agachó la cabeza y se llevó el pañuelo a los ojos. Callaba y lloraba en silencio. Al fin suspiró profundamente y dijo temblorosa, con humildad:

- Sí, tienes toda la razón. No he sido capaz de darle la felicidad. -Con la cabeza gacha, toqueteaba distraídamente con sus bonitas manos el broche de oro que llevaba en el pecho. Volvió a hablar, mirando el suelo-. ¿No crees que hay algunos hombres a quienes no se les puede dar la felicidad? Quizá por eso mismo lo ame tanto. Hay hombres cuyo único atractivo, cuya única virtud, cuyo único encanto reside en la carencia de sensibilidad para la felicidad, en que son sordos para la felicidad, al igual que los sordos son incapaces de oír la dulce música, ellos son incapaces de oír la dulzura de la felicidad... Porque tienes razón: él nunca ha sido feliz. Ya ves, sin embargo, que ese hombre, que al fin y al cabo es mío según las leyes terrenales y divinas, tampoco ha encontrado la felicidad en otro lugar, aunque la haya estado buscando durante cincuenta años como busca alguien un tesoro enterrado en su jardín cuyo escondrijo ha olvidado. Él ya lo ha removido todo, toda la vida que había a nuestro alrededor... También partió en muchas ocasiones en busca de la felicidad, y yo vendí mis sortijas y mis collares para que él pudiera viajar. Porque, créeme, yo sólo quería verlo feliz; deseaba que hallara la felicidad por barco, viajando a tierras extrañas a través de los mares, en los brazos de mujeres negras o amarillas, si su destino era ése... Pero él siempre regresaba a mi lado, pedía vino y se ponía a leer, o bien se marchaba una semana con alguna mujer de cabello teñido, con alguna actriz. Él es así. ¿Qué debo hacer? ¿Repudiarlo? ¿Matarlo?¿O bien dejarlo, irme o suicidarme? Todas las mañanas, después de misa, me quedo de rodillas delante del Salvador en nuestra pequeña iglesia; te lo aseguro, he examinado mi corazón antes de venir, dolida y ofendida. Pero ahora volveré a mi hogar y nunca más me mostraré ofendida. Tienes toda la razón: nunca he sido capaz de darle la felicidad. Ahora sólo quiero servirlo. Pero ¿no crees que...? Dímelo, por el corazón de Cristo, ¿no crees que el error no ha sido sólo mío y que hay hombres así, incapaces de conocer la felicidad? La buscan, con tristeza y curiosidad, en los brazos de las mujeres, en la ambición, en el mundo, en las peleas a muerte, en el dinero, en todas partes, y siempre son conscientes de que la vida puede brindarles todo menos la felicidad. ¿Conoces a algún hombre así?

Pronunció las últimas palabras en voz alta, como exigiendo algo y pidiendo cuentas. En ese momento fue el hombre el que agachó la cabeza.

- Sí que conozco alguno -respondió-. Si te sirve de consuelo, conozco muy bien a un hombre así. Está delante de ti.

Abrió los brazos y se inclinó profundamente, como para indicar que la audiencia había terminado. La mujer lo miró con detenimiento. Se abrochó el abrigo con manos temblorosas y, mientras se dirigía a la puerta, dijo para despedirse, aunque más bien hablando para sí:

- Sí, de alguna manera lo intuía... Al entrar en tu habitación, he sentido que tú también eras un hombre así. Quizá lo intuía ya en mi casa, antes de partir bajo la nieve. Ya ves, él también es tan solitario y tan triste... Existe una especie de tristeza inconsolable, la tristeza de quien tiene constantemente la sensación de haber llegado tarde a una cita divina y, por lo tanto, ya no se interesa por nada. Tú sabes mucho más de ti mismo que él; lo noto en tu voz, lo veo en tus ojos, lo siento en tu ser. ¿Por qué, Giacomo?... ¿Qué les pasa a los hombres así? ¿se debe quizá a que Dios los ha castigado dándoles inteligencia, de modo que conocen todas las emociones y los sentimientos humanos a través de la mente, y no por el corazón? No es la primera vez que lo pienso. Soy una mujer sencilla, Giacomo. No niegues con la cabeza ni intentes mostrarte cortés: no te lo estoy diciendo por decir. No te lo digo con modestia porque sé que existe otro tipo de inteligencia fuera del vanidoso territorio de la mente, y que también el corazón posee su sabiduría, y eso es importante, muy importante... Ya ves, he venido aquí para pedirte consejo, y al final soy yo la que se compadece de ti... ¿cuánto te debo?

Sacó del bolsillo de su abrigo de piel un monedero de ganchillo, de hilo plateado, y se lo tendió, confusa, al hombre.

- De ti - dijo él, que se inclinó de nuevo doblando ligeramente las rodillas y abriendo los brazos de par en par, como si se despidiera al final de un baile- no aceptaré dinero.

Lo dijo con generosidad y humildad, pero también con un orgullo que hizo que la mujer, que ya se disponía a salir por la puerta, se volviera.

- ¿Por qué? -le preguntó por encima del hombro, con la cabeza girada-. ¿Acaso no vives de esto?

Él se encongió de hombros y respondió así:

- Tú ya has pagado tu tributo a la vida, estimada señora. Quiero que puedas afirmar que una vez encontraste a un hombre que te dio algo sin cobrar nada por ello.



"La amante de Bolzano", Sándor Márai, Ed. Salamandra.


Mola porque uno no sabe dónde situarse en este diálogo.

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