lunes, 14 de noviembre de 2016

QUERER (y) ENAMORARSE



La primera vez que me enamoré  fue, con cuatro o cinco años, de O., un compañero de guardería. Eso dice la Yaya, o sea, mi madre. Según cuenta, me pasaba el día embobada mirándolo, sacaba la cara por él cuando el Jonathan -el pelirrojo- le cascaba y confesaba mis sentimientos alegremente, sin que nadie me preguntara. Lo único que yo recuerdo de aquello es ir con mi madre a la juguetería que había a una calle de casa y que llevaban los del ático porque era el cumpleaños de O. y ponerme muy pero que muy pesada para que le comprara a O. un avión con ruedas que me parecía lo más. Perdí su pista pronto y no lo eché de menos. Sé que tiene un par de churumbeles porque en ese sitio, todo se sabe.

La segunda vez que me enamoré fue de D.F.P., un chico de mi clase de E.G.B. que llegó en 2º o 3ª. Hasta 8º anduvimos observándonos de lejos. Yo sabía lo justito de él y él todavía menos de mí. Nos despedimos con un abrazo y eso -la proximidad física- ya me pareció un gran qué. Vivió durante un tiempo cerca de mis padres y supe de algunas de sus historias románticas y que había sido padre. Nunca más lo vi.

La tercera vez que me enamoré fue de P., un tipo del instituto, amigo común de otros amigos. De él recuerdo mucho más porque, a pesar de los off y on, la tontería se prolongó en el tiempo. Me acuerdo de él y su pelo larguísimo subiendo al autobús que los llevaba a Italia (que es otro país pero parecía otro continente entonces), de sentarme en su regazo una noche antes de salir a celebrar las fiestas de El Prat (cuando aún no tenía desarrollada la boviscopofobia al nivel actual), de una conversación muy dramática en el parque del Blau y de montones de clicks a lo largo de los años. Me enamoré de él y, además, lo quise después. Y mucho.

La primera vez que yo quise a alguien conscientemente me pilló por sorpresa. Se llamaba J. y había sido novio de una "amiga". Ocurrió sin más, otra vez a finales de septiembre, repartido el inicio entre el aeropuerto, los fingers y la tienda de chuminadas en la que yo trabajaba mientras empapuzaba helado y muffins. Coincidió que se juntaron la química, las ganas, la curiosidad y la casualidad. Cinco años después nos separamos y seguimos hablando a día de hoy, de cuando en cuando. De esa experiencia me quedo con la idea de que J. está para mí y yo para él, más de diez años después. A diferencia de cuando estábamos juntos, ahora hablamos en ocasiones contadas pero muy bien, desde un amor del bueno cargado de gratitud y confianza por ambas partes.. Feliz de oírle feliz.

La cuarta vez que me enamoré fue de G. y fue un despropósito de principio a fin pero sirvió para que yo diera un paso más allá. G. fue el primer tipo adulto en enseñarme a protegerme de mis deseos. Con él aprendí a ser práctica y a perder la vergüenza, a caminar por Madrid como si hubiera nacido allí, a exigirle a la recepcionista algo parecido a lo que salía en la foto y a arrastrar como si nada una maleta para abrirla dos veces en tres días. De él también vinieron las primeras disputas entre cuerpo y alma corazón/loquesea. Algo es algo.

La segunda vez que yo quise a alguien conscientemente estaba cantado. Había estado enamorada de P. de adolescente y, lo que empezó a principios de verano como un experimento entre un par de buenos amigos que jugaban a darse cariño, acabó cinco o seis años más tarde con mucho drama x2 y el triple de traumas. De aquella época aprendí que "Te quiero" significa muchas cosas y no todas bonitas, que Disney debería pagar por la alarmante cantidad de relaciones nocivas que hay y se piensan idílicas, que los padres son los Reyes Magos (SS.MM.), que el equilibrio es importante, que la mentira es el camino más fácil y el más chungo, que el respeto que ganas hoy tienes que volver a ganártelo mañana, y que, por más que cueste, aunque nos hayamos acostumbrado (principalmente por eso) hay que ponerle un final al ritual caníbal. La última vez que hablamos me sorprendió escucharlo tan de lejos.

Mis amigos no sólo no se preocupan sino que se descojonan cuando les digo que yo ya no tengo corazón, que no me queda, que ahora tengo patata. A mí, honestamente, me da cosa por aquello de que mis amistades no me tomen en serio y se partan la caja cerca de mí (que diría T. Blanco) sin que yo mueva un puto músculo facial. Menos risas, cabritos, que la patata está viva y apunta en almidón ahora que la Zoe ha aprendido, por fin, a decir "Tita" cuando me ve o me escucha. Tiene, de momento, dos tonos: el enfaducado y el amoroso. En el primer estado es como una de esas cabrillas que hace que se desmaya. En el segundo, es como un híbrido entre perezoso y koala. No podemos pedirle más a una criatura de menos de dos años. El Ian, desde que es hermano mayor, está más creativo:

- OOOaaak -onomatopeya de eructo liberado directa y felizmente en la cara de su progenitora.
- ¡Ian, jo, que me lo he comido! - dice su madre, molesta.
- Pues así ya no tienes que cenar - responde él inocente, sin un ápice de ironía, tan pancho.

Un artista, ya os digo.


A menos de un mes de cumplir 37 me doy cuenta de que todo se ha ido acelerando últimamente. Ha habido algunos enamoriscamientos y eso de "querer" ha mutado de tal manera que, a día de hoy, -alehop- quiero más, a más y mejor.  Lo escribo como si nada pero tengo la misma cara que el Ian cuando descubrió que fúbol se dice /fútbol/ en inglés también.


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