martes, 12 de julio de 2011

TORMENTA DE VERANO

Hace años las tormentas de verano eran recibidas con fastidio. Ya fueran cuatro gotas o un chaparrón de cinco minutos, las interpretábamos como obstáculo ineludible que nos impedía salir a echar un rato con los colegas, comer pipas sentados en un banco de la Plaza Cataluña del Prat (o El Prau), recorrer la Avda. Montserrat, comer unas chips en la hamburguesería del momento o disfrutar de un helado en la Jijonenca (¿la publicidad en los blogs cómo se cobra?)


Total, que desde que soy adulta, esto es, desde que curro a destajo y me dejo la piel por existir/irtirando/sobrevivir/... más allá de la cobertura familiar, las tormentas de verano se han convertido en una especie de descanso del guerrero o en la excusa perfecta para pasar de los tópicos veraniegos y quedarme en casa, tirada en el sofá, leyendo cualquier novela fantástica con muchos tomos a ser posible (y que me provocaría el vómito en cualquier otro momento) o simplemente dejándome atrapar por una hipocondría galopante que se me olvida cuando cesa la lluvia o incluso antes.

Las tormentas, así en general, me dan un rollito de privacidad y de calor de hogar compartido. Ni siquiera las "leyendas urbanas" -de peña que no desconectó el portátil y tuvo un sustito o de gente que acabó chumascada por un rayo al estar en medio de una corriente de aire- me privan de salir a la calle o asomarme al balcón y mojarme un poquito, lo justito para sentir que estoy viva, como si fuera la prota de "Mi vida sin mí" y me quedaran cuatro días.


Si es tu vida, habrá que disfrutarla, ¿no? Pues eso, a hacer listas de deseos imperantes que nunca se sabe cuando se acaba el juego y me duelen el cuello, los oídos y tengo nueve síntomas más que indican el final del partido. Todos suman 11. Buena señal. Ahora también paranoide.


"Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, la madre que la parió, ¡eh!, yo tenía una virgen y la muy..."#ups #confusión

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