miércoles, 16 de noviembre de 2016

MAMIHLAPINATAPAI (11 días)


¿Te suena lo de mirar la mochila por el rabillo del ojo y encontrar siempre una excusa para no colgártela al hombro? -... el peine, el candado, los calcetines...- Tengo varios másters en el tema. Los es que... son mi especialidad. En realidad, debería estar dando clases sobre esto. 
¿Te han contado alguna vez el momento histórico en que se batió el récord de natación estilo Perrete en Apuros? Probablemente no. Estoy en ello. Dame tiempo.
¿Sabes eso de pensar que no puedes más y, aún y así, nadar otro par de piscinas? Se trata, casi siempre, de la popular vergüenza torera; "Con los pulmones en la mano, te prometo que no abandonaré el gimnasio municipal antes que la yaya del carril lento". No tengo los dedos cruzados y sé que no vale ni echar el rato en las burbujitas ni tardar más en el vestidor. Por los Zoan, primo.
Hoy he ido a la piscina. En serio. Ido, ido. De meterme y todo el rollo. Le he mandado una foto a mi madre por aquello de que ya empezaba a ponerse en plan madre madre y a decirme cosas del tipo:  "¿Estás patrocinando el gimnasio o qué? Llevas ya X días apuntada y aún no te han visto el pelo... porque hoy tampoco, ¿verdad? Busca un rato, mujer, que te va a ir muy bien y tu padre ha comprado un jamón que nos va a durar dos Navidades y eso hay que comérselo, no se va a tirar ni a echar a perder...". Exacto, de ESE palo. 
Total que, dos horas más tarde, al salir del infier- del gimnasio, me encuentro dos mensajes de whatsapp de la ínclita. Tal cual: 
1. "Ánimo campeona"
2. "Esa es mi chica"
Y, claro, una se viene arriba y se siente protagonista de una peli mala y cutrona de Antena 3 los domingos, de esas de mucho drama y mucha superación personal. Lo leía en los vestuarios y, lo confieso, ha sido un chascazo al salir. Me esperaba un aplauso de esos que empieza lento -las compis de vestuario, por ejemplo, pioneras aplaudiéndome mientras me sacaba el gorro- y que iría creciendo a medida que iba llegando a la puerta de salida... Los recepcionistas, después los de las pistas de baloncesto, los del parque... Plas, plas, PLAS PLAS enfebrecido al final. Vítores. Selfies con la chavalada. Locura colectiva.
Pero no. Nada de nada. Un abuelo insistiéndome en que los trámites policiales se hacen justo en la puerta de al lado del centro deportivo -pasando absolutamente de mi chándal, mi mochila y mi tez enrojecida por la saun... EL DEPORTE-, un par de guásaps de coleguitas carcajeándose de mi gran hazaña... y ya. 
Conclusiones del día:
- Hacerte un peeling en los pies no es una buena idea si pretendes hacer amigos en la piscina o en los vestuarios. Dejar un reguero de pielecillas sería una idea aceptable en la versión moderna y gore de Hansel y Gretel pero seguiría siendo muy desagradable de ver/imaginar. 
- El Deporte en medio acuático es buenísimo para la espalda y 9 de cada 10 médicos de cabecera lo recomiendan por ser el más completo. 9 de cada 10 deportistas acuáticos te dirán que sí, que nadar les sienta fenomenal y, también, que odian profundamente cuando se les mete agua en el oído y la sensación de tener cloro pegado en la parte interior de los párpados. Deberían de posicionarse mis compañeros deportistas acuáticos al respecto de los goterones ardiendo que caen a traición del techo en la sauna de vapor y del preocupante pestuzo a -¿menta? ¿eucalipto?- HIERBAJOS de la misma instalación.  
- El mediodía es perfecto para no comerte talones, ni llevarte mandobles a casa, ni echar espumarajos por la boca con los gritos adorables de los querubines acelerados que saturan las piscinas a lo largo de la mañana.
- El gel de las ecografías no reacciona negativamente al contacto con el agua de la piscina.
- Teoría no confirmada: en duchas abiertas, la gente deja que corra el agua, no por una cuestión de poco respeto al medio ambiente, sino por  protección, como escudo entre su cuerpo y los ojos de los que pasan y miran.
- Complejos: a.) Los pelos no se ven bajo el agua. b.) Las abuelas sin las gafas del cerca son igual que tú con las gafas de piscina. c.) A nadie le importan una puta mierda tus tetas... y eso, en ese contexto, es bueno.
- Siento como si me hubiera tomado 10 americanos y sólo llevo dos. En algún momento llegará la bajona. Me pongo de deberes anotar cómo evoluciona esta sensación. 

lunes, 14 de noviembre de 2016

QUERER (y) ENAMORARSE



La primera vez que me enamoré  fue, con cuatro o cinco años, de O., un compañero de guardería. Eso dice la Yaya, o sea, mi madre. Según cuenta, me pasaba el día embobada mirándolo, sacaba la cara por él cuando el Jonathan -el pelirrojo- le cascaba y confesaba mis sentimientos alegremente, sin que nadie me preguntara. Lo único que yo recuerdo de aquello es ir con mi madre a la juguetería que había a una calle de casa y que llevaban los del ático porque era el cumpleaños de O. y ponerme muy pero que muy pesada para que le comprara a O. un avión con ruedas que me parecía lo más. Perdí su pista pronto y no lo eché de menos. Sé que tiene un par de churumbeles porque en ese sitio, todo se sabe.

La segunda vez que me enamoré fue de D.F.P., un chico de mi clase de E.G.B. que llegó en 2º o 3ª. Hasta 8º anduvimos observándonos de lejos. Yo sabía lo justito de él y él todavía menos de mí. Nos despedimos con un abrazo y eso -la proximidad física- ya me pareció un gran qué. Vivió durante un tiempo cerca de mis padres y supe de algunas de sus historias románticas y que había sido padre. Nunca más lo vi.

La tercera vez que me enamoré fue de P., un tipo del instituto, amigo común de otros amigos. De él recuerdo mucho más porque, a pesar de los off y on, la tontería se prolongó en el tiempo. Me acuerdo de él y su pelo larguísimo subiendo al autobús que los llevaba a Italia (que es otro país pero parecía otro continente entonces), de sentarme en su regazo una noche antes de salir a celebrar las fiestas de El Prat (cuando aún no tenía desarrollada la boviscopofobia al nivel actual), de una conversación muy dramática en el parque del Blau y de montones de clicks a lo largo de los años. Me enamoré de él y, además, lo quise después. Y mucho.

La primera vez que yo quise a alguien conscientemente me pilló por sorpresa. Se llamaba J. y había sido novio de una "amiga". Ocurrió sin más, otra vez a finales de septiembre, repartido el inicio entre el aeropuerto, los fingers y la tienda de chuminadas en la que yo trabajaba mientras empapuzaba helado y muffins. Coincidió que se juntaron la química, las ganas, la curiosidad y la casualidad. Cinco años después nos separamos y seguimos hablando a día de hoy, de cuando en cuando. De esa experiencia me quedo con la idea de que J. está para mí y yo para él, más de diez años después. A diferencia de cuando estábamos juntos, ahora hablamos en ocasiones contadas pero muy bien, desde un amor del bueno cargado de gratitud y confianza por ambas partes.. Feliz de oírle feliz.

La cuarta vez que me enamoré fue de G. y fue un despropósito de principio a fin pero sirvió para que yo diera un paso más allá. G. fue el primer tipo adulto en enseñarme a protegerme de mis deseos. Con él aprendí a ser práctica y a perder la vergüenza, a caminar por Madrid como si hubiera nacido allí, a exigirle a la recepcionista algo parecido a lo que salía en la foto y a arrastrar como si nada una maleta para abrirla dos veces en tres días. De él también vinieron las primeras disputas entre cuerpo y alma corazón/loquesea. Algo es algo.

La segunda vez que yo quise a alguien conscientemente estaba cantado. Había estado enamorada de P. de adolescente y, lo que empezó a principios de verano como un experimento entre un par de buenos amigos que jugaban a darse cariño, acabó cinco o seis años más tarde con mucho drama x2 y el triple de traumas. De aquella época aprendí que "Te quiero" significa muchas cosas y no todas bonitas, que Disney debería pagar por la alarmante cantidad de relaciones nocivas que hay y se piensan idílicas, que los padres son los Reyes Magos (SS.MM.), que el equilibrio es importante, que la mentira es el camino más fácil y el más chungo, que el respeto que ganas hoy tienes que volver a ganártelo mañana, y que, por más que cueste, aunque nos hayamos acostumbrado (principalmente por eso) hay que ponerle un final al ritual caníbal. La última vez que hablamos me sorprendió escucharlo tan de lejos.

Mis amigos no sólo no se preocupan sino que se descojonan cuando les digo que yo ya no tengo corazón, que no me queda, que ahora tengo patata. A mí, honestamente, me da cosa por aquello de que mis amistades no me tomen en serio y se partan la caja cerca de mí (que diría T. Blanco) sin que yo mueva un puto músculo facial. Menos risas, cabritos, que la patata está viva y apunta en almidón ahora que la Zoe ha aprendido, por fin, a decir "Tita" cuando me ve o me escucha. Tiene, de momento, dos tonos: el enfaducado y el amoroso. En el primer estado es como una de esas cabrillas que hace que se desmaya. En el segundo, es como un híbrido entre perezoso y koala. No podemos pedirle más a una criatura de menos de dos años. El Ian, desde que es hermano mayor, está más creativo:

- OOOaaak -onomatopeya de eructo liberado directa y felizmente en la cara de su progenitora.
- ¡Ian, jo, que me lo he comido! - dice su madre, molesta.
- Pues así ya no tienes que cenar - responde él inocente, sin un ápice de ironía, tan pancho.

Un artista, ya os digo.


A menos de un mes de cumplir 37 me doy cuenta de que todo se ha ido acelerando últimamente. Ha habido algunos enamoriscamientos y eso de "querer" ha mutado de tal manera que, a día de hoy, -alehop- quiero más, a más y mejor.  Lo escribo como si nada pero tengo la misma cara que el Ian cuando descubrió que fúbol se dice /fútbol/ en inglés también.


lunes, 7 de noviembre de 2016

CASA, ahora vivo aquí



Hace ya tanto que vivo aquí que, si ahora mismo se me apareciera un familiar de ET o ET himself, acertaría a decir "Mi casa". Acojonada pero segurísima.

El aire acondicionado y yo llevamos ya bastante peleados. Las paredes, con el tiempo, se han vuelto de color sepia.  En la foto no se ven pero hay grietas por todos lados, telarañas en algunas esquinas, polvo por tooodas partes y manchurrones con aroma de calabacín en el techo, a la entrada.

El final siempre va detrás de los principios. El orden nos salva del caos y, sólo por eso, ya hay que agradecerlo con o sin champagne, con o sin solaris tuyo, mío, para uno, para todos los dormilones... ¡invita la casa!




LE ECHAS DE MENOS (Pedro Simón)




    Le tienes delante y le echas de menos. Cuando no sabía escribir. Cuando se ponía de puntillas y sólo te llegaba hasta aquí de alto: justo a la altura del pecho. Cuando decía «'ranaceronte'» y «'nesecitar'». Cuando te tenía por alguien de fiar, por el mejor padre del rellano, por la mejor madre de la oficina, por un Jedi en vaqueros. Cuando le tirabas tiros con la pelota de espuma en el sofá del salón para que se hiciera palomitas y daba igual que se rompiera un jarrón. Porque él se rompía de risa.

    Le tienes delante y le echas de menos. Cuando te ametrallaba preguntando «¿por qué?» -durante cuatro horas seguidas, cabezón, como un Mourinho chiquitito- y no se conformaba con la pólvora de tu silencio. Cuando te venía en pijama con un cuento y te lo ponía encima como un recién parido. Sin preguntas. Porque entonces tú ya sabías. Cuando la vida era un grito y un desorden y unos cereales en concreto y una O con el rabito mal hecho y una lucha libre en la cama y un olor a Nenuco y un rayajo en la pared y tres termómetros perdidos en un solo mes y el Dalsy nocturno y siete colecciones de cromos sin terminar y un gorrito de baño como de muñeco y fin.

    Echas de menos sus rodillas sucias y que las tuyas no crujan. Echas de menos las cosquillas a traición y los sustos pactados. Echas de menos sus regalos horribles: el marco con pinzas de la ropa que no hubo huevos a colgar; un collar de garbanzos que parecía un rosario; aquel colgante-mariposa para el retrovisor que te tapaba media carretera. Echas de menos que ya se vaya acabando esto. Que hayan bajado la música. Que vayan apagando las luces. Echas de menos más.

    Le tienes delante. Míralo, sigue siendo un mocoso, todavía no ha tirado los peluches, si te esfuerzas con una buena historia todavía se caga de miedo. Pero le echas de menos. (...)

    En 'El Mago', el académico argentino Isidoro Blaisten -que fue fotógrafo de niños y decía que para escribir bien necesitaba tener cerca una espada de Sandokán de juguete- explicó mejor que nadie la pérdida que lleva aparejado el final de la infancia. En una sola frase: «Sólo los niños creen. Pero los niños crecen».

    Una casa con hijos mayores o en el trance de serlo es una casa donde se va creyendo menos. Se empieza dejando de creer en el Ratoncito Pérez y se termina descreyendo de todo lo demás.
«A veces quisiera regresar al preciso instante donde mis padres aún eran esos seres increíbles que todo lo podían», sigue Blaisten. «Mi madre desaparecía monstruos y brujas, mi padre construía castillos para mis muñecas y creaba de servilletas miles de mundos extraños y desconocidos. Pero después crecí y dejé de creer».

    Así que aquí estamos en el puerto algunos padres, muchos de cuarenta y tantos. Resignados con el viaje. Viendo partir un barco. Botando un hijo. Como ese familiar pesado que agita un pañuelo en el trance de la despedida. Como ese viejo amigo que se va a tener que conformar con recibir una postal de cuando en cuando. Cada vez más corta. Con una letra cada vez más extraña. Con un remite cada vez más lejano.

    Le tienes delante esta mañana de sábado. O de frente. O detrás. O al otro lado de esa vieja mesa de distancias kilométricas. Si estiras el brazo podrías tocarle. Y sin embargo le echas de menos.

Pedro Simón
http://www.elmundo.es/opinion/2016/02/27/56d0ab76268e3eb57f8b45c5.html